El olivo es el árbol omnipresente en el paisaje mediterráneo, santo y seña de una cultura milenaria. Su producto, el aceite de oliva, es sinónimo de esas tierras. Como vimos en la primera parte, griegos y fenicios fueron los que iniciaron el cultivo y la producción de aceite de oliva; alcanzados por la invasión del Imperio romano, cabe pensar que les hayan transmitido los secretos de su cultivo, así como de la elaboración del aceite de oliva. En esta segunda parte describiremos la historia del aceite de oliva: del Imperio romano a nuestros días.
La expansión del Imperio y la demanda creciente de aceite, generó una actividad económica de importancia. Extensos olivares, molinos, flotas de transporte, almacenes y mercados, proliferaron como consecuencia del comercio del aceite. Por su parte el Imperio romano aportó grandes progresos a la producción de aceite de oliva, sus ingenieros desarrollaron nuevas técnicas de molienda y revolucionarios métodos de prensado. Además, el incremento constante del consumo, ameritaba en que en muchos casos los romanos ordenaran a las poblaciones conquistadas, el pago de los tributos en forma de aceite de oliva.
La demanda de aceite de oliva encuentra su freno y caída con la decadencia del Imperio romano, debido a que los pueblos conquistadores que provenían del norte, «desdeñaban» el uso de un aceite que recordaba de alguna forma a las costumbres romanas del pasado. Poco a poco los controles estatales sobre el aceite de oliva comienzan a desaparecer y son las órdenes religiosas las que empiezan a tomar las riendas de la producción en la Europa medieval. El consumo entre clérigos que habitaban en monasterios y personas de la clase alta, siempre quedó garantizado.
Los monasterios poseen la mayor parte de los olivares y el consumo de aceite es privilegio de las clases altas, sobre todo de los clérigos, que lo utilizan en los ritos religiosos. Luego las huestes musulmanas, en su avance sobre la península ibérica, encontraron plantaciones de olivos muy productivas desde el punto de vista económico, incentivándolos a desarrollar nuevas y mejores técnicas agrícolas. De esa época, es que nuestra lengua adopta expresiones como «almazara» o aceite, de la expresión árabe “alzaid” jugo de aceitunas.
Tras la Reconquista, los señores de la Edad Media no escatimaban en esfuerzos y gastos cuando sus súbditos viajaban por tierras mediterráneas, ya que sumadas a las razones políticas, no se descarta que sus médicos personales y sus cocineros influyeran en esa decisión, puesto que en aquel entonces, ya valoraban la calidad de la dieta mediterránea y la saludable exquisitez del aceite de oliva.
En el Renacimiento, las carabelas españolas y portuguesas llevaron plantas de olivo a América, signando una época de auge para la producción aceitera. Posteriormente, África del Sur y Australia iniciaron este cultivo, cuando le llegó el turno de ser colonizadas. Tanto en el hemisferio sur como en el hemisferio norte, el cultivo del olivo se llevará a cabo desde entonces, entre los 25° y los 45° de latitud, preferiblemente a orillas del mar.
En la actualidad no sólo han evolucionado los sistemas de recolección, con la incorporación de medios mecánicos por vibración que facilitan las duras tareas agrícolas, sino también la extracción en las almazaras se encuentra totalmente automatizada, con lo que se consigue una alta capacidad de producción que evita almacenar las aceitunas, aumentando la calidad del aceite obtenido y una gran mejora en el rendimiento, limpieza e higiene con respecto a los sistemas antiguos.